jueves, 25 de noviembre de 2010

El encuentro

No era para hablar de trabajo, ni siquiera para preguntarle cómo llevaba el hecho de concatenar contratos de tres meses por las bajas de embarazadas y compañeros estresados, ni siquiera era para preguntarle por sus últimos proyectos. Tampoco me hacía falta que me contara su último guión, ni esa idea tan buena para hacer un cortometraje. Ya lo sabía, aunque él no lo supiera. Tan sólo quería saber cómo estaba, qué rondaba por su cabeza, ahora que iba a abandonarnos, al menos a los que nos sentíamos unidos a él, al menos a mí. Le dije que pasaba a recogerlo en coche, y como era la primera vez que lo hacía en tres años de amistad, su nerviosismo era más palpable que nunca.
No íbamos al centro a tomar algo, ni a un bar cercano a comentar la situación actual, la vida, el aquí y el ahora y eso, así que, la forma de quedar, si no miedo, sí que le causaba una profunda desazón. Era la primera vez que, sin previo aviso, cruzábamos los límites de la ciudad, atravesando el río sin agua, los edificios huérfanos de oficinistas que conectaban con las naves industriales gigantes a las otras, las más pequeñas, las que combinaban las de temporada y las abandonadas, por la carretera que no llevaba a ninguna parte.
Al principio, tras algunas respuestas su último trabajo dejó una frase a medias y con la vista fija por la ventanilla preguntó: ¿Adónde vamos? Preguntó. Vamos a un lugar donde no has estado nunca. En ese momento llegó la extrañeza, y puede que hasta un poco de miedo, sólo por hacer algo que no tenía previsto, tal vez, o por estar a punto de ver algo increíble.
En ese momento de dudas, cruzamos el umbral de lo que parecía otro mundo, del gris al verde, del ruido al simple rumor, del asfalto a la tierra, a la viña, al naranjo, al campo. Te voy a llevar a un sitio donde no has estado nunca, le dije. Él, mucho más joven, continuaba perplejo, ya que lo último que esperaba de su compañero de viaje es que le alejara de la ciudad.
Después de media hora llegamos a una pequeña casa de campo familiar. Tenía una extensión de terreno donde algunos árboles perfectamente cuadriculados habían arruinado lo que hasta hacía poco era el campo de fútbol de mi infancia. En la parte posterior había una jardinera donde había plantado algunas hortalizas como si quisiera verlas crecer junto a mi futuro y algunos árboles más veteranos a los que había visto madurar y que ahora se refugiaban en sus propias sombras.
Empezamos a pasear impregnados por un ligero aroma a hierba mojada, a petunia y caléndula. ¡Hombre, pero si tienes un manzano, y un granado, y una higuera, y hasta un olivo! Entonces los dos empezamos a recorrer el terreno, tocando con las manos y oliendo como si fuéramos científicos las cañas de bambú, las enredaderas, los sauces llorones, los jazmines y muchos otros pequeños tesoros a los que tanto quería, pero que desconocía casi por completo.
Como toda buena conversación, habíamos comenzado por lo general para pasar a lo concreto, de las flores al tallo, de las pinchas al sentimiento, del alquitrán y el acero a los perfumes y propiedades de algunas plantas, del cerebro al corazón. ¿Cómo sabes tantas cosas de las plantas?, le pregunté. Yo no sé nada, el que sí sabía era mi abuelo, lo poco que sé se lo debo a él. Me enseñó a distinguir entre una mala hierba y una esparraguera como ésta. Es una planta que tiene espinas, que tiene un color muy feo, pero que si la dejas crecer, te dará espárragos. Siempre había pensado no era más que una mala hierba, contesté. Las apariencias engañan, y seguramente si alguna vez te has pinchado con una, en el futuro no querrás saber nada de ella. Eso también pasa con muchas personas. El perdón no está de moda. Solemos pensar que hay demasiada gente en el mundo como para intentarlo de nuevo con alguien que te ha decepcionado una vez. Algunos pinchan porque no quieren ser arrancados por alguien que no tenga ni idea de plantas. Como tú, dijo. Sí, tienes razón, aunque a veces haya sido yo el que me haya sentido como una esparraguera.
¡Y también tienes tomates rastreros, de caña y hasta pimientos de padrón! Claro, le dije. Supongo que es una manera de tratar de responsabilizarme de algo, o de mí mismo. Continuamos hablando de lo que había aprendido de su abuelo. Tenía una calma que llevaba al extremo, dijo, tanto que a algunos les podía parecer desinterés, pero lo cierto es que la vida le había enseñado a no desesperarse ni a correr más de lo necesario. Él vivió en una generación labrada en el esfuerzo, en el sacrificio, entendido como el significado más puro que esta palabra tiene. Nunca quiso implicarse en política, pero en la época convulsa en la que vivió, cuando apenas tenía veinte años, saber leer y escribir, le convirtió en alguien importante a su pesar. Y pagó por ello. ¿Y eso?, pregunté. Estuvo en la cárcel. Mucho tiempo. Por enseñar a leer y escribir a mucha gente.
Se hizo un silencio y no quise preguntar más. Sé lo que quieres decir. También vi el sufrimiento en mis abuelos. Ellos trataban de esconderlo, para que nos diéramos cuenta, pera que fuera algo suyo, privado, pero yo siempre supe leer en sus ojos. Parece que dentro de poco este sentimiento se perderá. ¿El sufrimiento?, preguntó. Sí, y también el perdón, porque si de algo estoy seguro es que todos tuvieron que perdonar mucho, aunque no quisieran.
A mí me enseñaron lo que era la entrega total a la familia, a que comiera siempre un poco más de lo necesario, aunque ya no tuviera hambre, a que descansara, aunque ya no estuviera cansado… Era un pensamiento y una forma de actuar primaria, como el de una loba que pensara que mañana ya no encontraría qué darnos de comer, que mañana ya ni siquiera tendríamos tiempo de descansar…
Te entiendo, dijo. La conversación derivó entonces hacia todo aquello que habíamos aprendido de nuestros abuelos, que eran, al fin, las cosas más importantes de la vida. No, la propia vida. Después, con las manos llenas de tierra de haber transplantado una tomatera de su antigua ubicación a otra, decidimos volver a la ciudad. Apenas hablamos durante el viaje de vuelta. De las viñas y los naranjos, de nuevo al asfalto. Del campo a la ciudad, cruzando el mar de naves desiertas y el río sin agua. Los dos estábamos seguros de que aquella conversación había sido la más importante que habíamos tenido nunca. Nos habíamos abierto por fin y habíamos aprendido el uno del otro como nunca. Ahora sabíamos que teníamos muchas cosas en común, pero sobre todo, la más importante, el saber que lo poco que habíamos aprendido lo habíamos hecho de nuestros mayores.

Dedicado a Pablo Esparza y a su amor por el campo

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Ponlo, dilo, grítalo, apunta, señala

Bookmark and Share