sábado, 11 de octubre de 2008

Una historia de Berlín

Berlin, 16 de julio de 2008. 11 de la mañana.
Durban, Fidelio y yo atravesamos Friedrichstraße, la calle que donde está el Check Point Charlie, el paso fronterizo más famoso del Muro de Berlín, entre las dos alemanias (1945-90).


Nos acercamos a un puesto lleno de trajes militares soviéticos, casos, gorros, condecoraciones, matriuskas y máscaras de gas. Entonces Durban se dirige a la mujer del puesto y le pregunta sobre unos gorros. Con una mirada violeta y gestos lentos, pacientes, la vendedora se dirige a nosotros desafiante. Se llama Lidia Cherkova y nos dice que no hablemos tan alto cerca de estos trajes militares. Pueden escucharlo todo, dice mientras apura un cigarrillo, de tantas personas a las que han acompañado. ¿Me entiende?
¡Rebelión, rebelión! ¡Fantasmas, muchos fantasmas, no bien, no bien! No pretendíamos ofenderla, le contestamos, dando por hecho que la ofensa ya había sido lanzada. No, no es a mí. Es a ellos. Pero ¿Acaso creen que los que llevaron estas casacas pueden olvidar tan fácilmente? La mayoría sirvió a esta parte, en la oriental, en la nuestra, en la República Democrática y precisamente, esos dos gorros por los que me preguntan perecieron en Stalingrado. Tras una pausa, con la mirada decepcionada de no encontrar más que una cajetilla vacía, continúa: Allí murieron casi dos millones de personas. ¿Se imaginan? En sólo diez meses. ¿Es eso justo? No, no lo es.
Entonces bajamos la mirada y nos disculpamos. Aunque ahora estén en venta, nos encontramos ante un panteón sagrado, testigos mudos de contiendas siempre desiguales, siempre traicioneras. Nos disponíamos a irnos cuando Lidia, cogió a Durban del hombro, le entregó los dos sombreros y se los colocó uno en cada mano. Son de Nikita y Erich. Ellos también estuvieron en Stalingrado. ¿Y murieron allí?, pregunta Durban. No, claro que no. A eso no sele puede llamar morir. Les voy a contar algo:

El 1 de noviembre de 1941 el Ejército Rojo inició la campaña militar más importante de la historia. Tanto por el número de efectivos que entraron en combate como por la desgracia que trajo consigo y por ser el desencadenante del que si duda supuso el cambio más importante en la historia reciente.
La contraofensiva contra el ejército nazi había comenzado de forma silenciosa, tomando posiciones en algunas de las fábricas abandonadas de las afueras de Stalingrado. La mayoría de ellas estaban vacían, ya que los alemanes habían preferido buscar refugios más pequeños para montar sus avanzadillas. A treinta grados bajo cero resultaba imposible quitarse los guantes, lo que impedía el uso de casi cualquier instrumental, incluida la radio, y el despliegue lógico de campamentos. El calor humano se había hecho más necesario que nunca. Los cálculos de una invasión rápida de este enclave habían sido erróneos.
Los soldados dormían acurrucados unos sobre otros, con hojas de periódicos en las piernas y debajo de las camisas. Los generales habían permitido que las guardias se redujeran hasta las tres horas y las raciones de vodka eran dobles, por primea vez desde el comienzo de la ofensiva, el 14 de septiembre.
Erich Malthemberg pertenecía a la 60ª División de Infantería Motorizada, todo un lujo para alguien con un cuerpo tan enclenque y débil como el suyo. Su mente se había cultivado en las aulas de la Universidad de Filosofía de Colonia pero, en sus cinco años de estudio, no había dedicado ni un segundo al ejercicio físico, todo lo contrario de la mayor parte de sus compañeros, forjados en los Korps y experimentados en los desiertos de Túnez y Libia.
Erich sabía que era un afortunado. Tenía veintiséis años y la medalla de plata de las Olimpiadas de Berlín en la modalidad de tiro olímpico. Eso y la poderosa influencia de su padre, un empresario que fabricaba todos los neumáticos de los vehículos del ejército del Tercer Reich, le habían facilitado una posición privilegiada.
Había pasado dos meses en el campo de Sachsenhausen, a pocos kilómetros de Berlín, dentro de las SS, en el cuerpo de inteligencia. Pero tras apenas dos meses fue expulsado tras varias discusiones con el jefe del campo y su indisposición continuada a participar en los experimentos de las SS. Ahora, en su división, superado el disgusto de su padre tras la reprimenda del mismísimo Himmler, estaba en un lugar que pensaba más seguro. Las motos actuaban como fuego de cobertura, así que tardaría un poco más en morir, y no lo haría a las primeras de cambio como los rumanos y los húngaros de la 3ª División, que actuaban como fuerza de choque por delante de ellos, limpiando el terreno de minas y arrasando con todo lo que encontraban.
Su unidad estaba a las órdenes del general Fiedrich Paulus, hombre de confianza de Hitler y uno de los ideólogos de la invasión soviética, al menos, hasta que el mismo Führer desbarató por completo sus planes. Era la primera vez que entraba en combate, si así se podía llamar avanzar dentro del sidecar a toda velocidad y disparar a todo lo que saliera a su paso. Sin embargo no tenía miedo.

Su unidad había avanzado unos tres kilómetros, cerca del monte Mamaev Kurgan, desde donde casi se podía divisar toda la ciudad. De pronto, una explosión hizo saltar su moto por los aires y el sidecar se despidió de su apéndice bruscamente. Solía llevar tapones en los oídos así que la explosión la sintió un poco más lejana que el resto. A unos veinte metros una mina había destrozado los dos pánzer que cubrían a unos cien húngaros que les debían dejar el paso libre.
Justo delante de él un teniente se retorcía en el suelo de dolor envuelto en llamas. Enrich tenía las piernas encajadas en el sidecar. A duras penas se bajó, cogió una manta y se tiró encima de él intentando sofocar el fuego que le cubría de cintura para arriba. Sus gritos eran como los de un cordero a punto de ser sacrificado. Cuando le puso la mano en la cara notó como la piel de los guantes se fundía con la de la barbilla del teniente. Tuvo que golpearle, ya que éste intentaba cogerle y le salpicaba de pequeñas llamas y brasas. Se lo quitó de encima como pudo y le tiró la manta.
A esta temperatura, el contacto de la nieve con la piel quema tanto como el fuego. Ni siquiera resulta un buen método para tratar de apagarlo, pero el peso de Maltemberg y su zarandeo furioso encima del oficial lo consiguió al fin. Después comprobó si el teniente seguía vivo, pero lo suyo era la filosofía, así que no estaba muy seguro.
Pac, pac, pac... Alguien les había visto y les acababa de disparar. A su izquierda dos pánzer más habían sido alcanzados, así que nadie repararía en ellos hasta que hubieran sofocado el fuego de las máquinas. Cogió al teniente y, aunque presentía que estaba pasando sus últimos minutos en este mundo, lo arrastró hasta una casa a la que habían arrancado la fachada de cuajo, pero que les ofrecía una pared durante algún tiempo.
Nikita Semiónov se quitó el guante, golpeó la pared con los nudillos dos veces, apretó los ojos y acarició el gatillo como si fuera una superficie suave, desconocida, y no le quemara como en realidad lo hacía. No era un hombre de costumbres, pero a sus veinticinco años estaba convencido que para matar a alguien debía seguir una rutina que no le obligara a pensar en lo que estaba haciendo. Algo así como poner música clásica para aplacar los gritos de un torturado o hacer una muesca de madera, apreciando la belleza de la naturaleza justo después de disparar a algún desgraciado.
Se había librado de ir al frente norte al haber participado en los Juegos Olímpicos de Berlín. Lo había hecho con pasaporte lituano, pero eso poco importaba ahora. Era un tirador de élite, y Stalin había decidido que junto con los atletas, ingenieros y médicos, debía permanecer en la retaguardia, al menos, hasta que fuera necesario. Y así había sido hasta hacía sólo dos semanas.
La ofensiva nazi hacia el Volga había convertido a los cuerpos de choque alemanes en unos blancos demasiado fáciles como para renunciar a ellos. Hitler había castigado a numerosos oficiales a entrar en la ciudad en primera línea, con los soldados rasos, los húngaros y los rumanos. La mayoría, acusados de no haber sido capaces de contener los saqueos, ejecuciones y violaciones de las primeras semanas. No por el hecho de hacer la vista gorda, sino por haber tenido contacto con los judíos y no haberlos detenido y mandado para los campos de exterminio como les había ordenado. El fürher pensaba que hacerse con esta ciudad supondría dividir la Unión Soviética en dos, cortar el suministro de petróleo al norte y hacerse con el control total de los rusos. Pero su visión estratégica no impedía que nunca quitara de su cabeza ni de la de sus generales la idea de la supremacía de la raza y su deber sagrado de acabar con los judíos.
Nikita nunca se aventuraba a hablar de política, ni de pueblos, ni de razas. Ni siquiera pensaba en ello. En cambio, le gustaban las combinaciones extrañas de colores, las formas geométricas y su proyección en el espacio. Pensaba que los trajes de los alemanes eran demasiado oscuros. Un detalle estúpido en cualquier otro momento o lugar, pero clave en el devenir de su ofensiva, sobre todo porque un manto nevado cubría todo Stalingrado más de seis meses al año.
Llevaba tres días apostado a los pies del monte Mamaev Kurgan y había acabado con más de cincuenta vidas. El General Kostantín Rokossovski le había prometido que, si lograban resistir el ataque nazi un par de semanas más, pronto podría devolverle a casa. Y ésa era la mejor noticia posible; la única noticia posible. Casi la mitad de los soldados de su compañía tenía disentería u otras enfermedades y las noticias no eran nada esperanzadoras. Últimamente a los heridos los trasladaban a la orilla del Volga, con la promesa de ser evacuados, pero una vez allí, les dejaban morir congelados.
Frente a él tenía dos alemanes y debían de ser oficiales. Uno de ellos estaba sentado y apenas se movía. Quizás estuviera herido. El otro le daba agua y giraba la cabeza a un lado y otro. Les tenía a tiro. Demasiado fácil. Pac, pac. Dio dos golpes más con los nudillos, como si ya lo hubiera hecho.
El teniente estaba medio muerto. Tenía la mitad del rostro cubierto por una costra negra y el tintineo inútil de una mano era lo único que mantenía a Erich a su lado. Había sentado al teniente en una habitación con azulejos y una pila. Pac. Entonces notó como si le hubiera dado la corriente en el brazo y se giró buscando el origen del disparo. Miró al teniente y comprobó que tenía un balazo justo en medio de la frente. Por un momento sintió pánico, pero le duró apenas segundos, hasta comprobar que a él también le habían alcanzado en la muñeca. En ese momento se dio cuenta de que alguien se acercaba a su posición.
Nikita sabía que a uno le había dado en la cabeza, pero sospechaba que el otro sólo estaba herido. Decidió acercarse. Desde su posición era mucho más sencillo, su camuflaje era perfecto, pensó. Lo único que le daba miedo era la posibilidad de tener que utilizar el cuchillo. Estaba a unos diez metros y podía ver el casco del alemán.
Erich recordó que tenía un pañuelo blanco que podría utilizar para mostrar su rendición. Ya no se acordaba que tenía inscritos en él los cinco aros olímpicos, con la fecha bajo: Berlín 1936. Lo agitó mientras buscaba la pistola que había perdido cuando salió despedido de la moto. No debía pasar de los veinticinco grados bajo cero, pero empezó a sudar.
Cuando Nikita vio el pañuelo agitándose decidió acercarse, al menos, para ver la cara al número cincuenta y dos. Erich se tocó la cartuchera pero estaba vacía. Cuando se giró tenía a un francotirador del 62º Ejército Rojo apuntándole. Así que ya estaba muerto, con la bandea olímpica en la mano, desarmado y muerto, luego pensó que lo mejor era reírse de la situación. Nikita dio dos pataditas al suelo. El cielo estaba cubierto, pero un haz de luz le rozó la mejilla y bastó para que sintiera un segundo de calor. Con el fusil le hizo una señal para que el alemán se quitara el casco. Erich se lo quitó y continuó agitando la enseña olímpica, con un semblante ridículo.
En ese momento Nikita recordó el color miel de unos ojos con los que había intercambiado la mirada más larga de su vida. Miel y azul y negro y blanco, y tras ellos, sólo la diana. Se apartó la bufanda para ver si el número cincuenta y dos también le reconocía. No había pasado tanto tiempo desde su primer y único encuentro. Fue el 14 de julio de 1936, en las pistas adyacentes al estadio olímpico de Berlín. Después de más de 3 horas de la final de tiro y veinte dianas empatando con la misma puntuación, Nikita y Erich seguían disputándose la medalla de oro. Entonces el alemán se quitó la gorra y miró a su oponente. El público le jaleaba y pedía gritos la rendición del ruso. Erich se acercó a él, se despojó de los guantes y le ofreció su mano ante la desesperación de un público boquiabierto y furioso. Nikita aceptó su mano y se fundieron en un abrazo. Fue la primera vez en la historia de los juegos en la que se repartieron dos medallas de oro en una misma competición.
Pero aquel cara a cara nada tenía que ver con lo que pasaba ahora. Muerte y hielo. Frío y lágrima. Este era el tiempo de la ira. Nikita apuntó de nuevo su fusil. Erich cerró los ojos y siguió recordando el encuentro de una soleada tarde de verano. Escuchó un crujido y de nuevo sonrió. Pero esta vez era el ruido apabullante de un pánzer que se acercaba en su dirección. Debía de estar a unos treinta metros. También escuchó a un teniente preguntando si había supervivientes. Erich abrió la boca pero Nikita le miró recordándole su condición. El ruido de la bestia y de los zapadores alemanes era cada vez más nítido y cercano.
La situación había cambiado en segundos. Cuando le vieran, matar a Erich sería su último recuerdo. Nikita bajó el fusil y fue él el que rió. Acababa de decidir que uno de los dos sobreviviría a la guerra. Ahora eran los pasos de tres hombres los que se escuchaban. Erich se tocó la herida con la mano y esparció la sangre que tenía en su cabeza y en la cara de Nikita. Después le cogió por los hombros y lo tiró al suelo, le sacó su puñal y se lo colocó en su mano. Acababa de empezar a nevar. Ya en el suelo, Erich colocó a Nikita boca abajo, como si estuviera muerto y después se tiró él mismo encima, simulando también estar muerto. El cielo parecía despejado aunque nevaba. A los tres soldados alemanes les acompañaba un perro que se paró junto a Erich y Nikita. Les olió, les lamió y les dejo como si nada. Los soldados pensaban que estaban muertos. Recogieron el fusil del ruso y pasaron de largo. Erich pesó que debía seguir tapando a Nikita durante un tiempo más. El ruso pensó que era un día turquesa.
Tres días más tarde el capitán Dimitri Cherkov descubrió a un soldado ruso y a un suboficial alemán abrazados. Habían muerto congelados.

Y esa es la historia de Nikita y Erich, nos dijo Lidia. El capitán Dimitri Cherkov es mi padre. Estos dos son sus sombreros. El cielo se ha despejado.
...dedicado a todos los que abandonaron este mundo en esta guerra, y en todas las guerras

Coldplay: Viva la Vida¡

martes, 7 de octubre de 2008

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