jueves, 24 de abril de 2008

Mi pueblo

dedicado a mi hermano Borja, porque le quiero...

...y a Manolo Peña, porque también...





Mi pueblo
Mi pueblo es pequeño. Tanto, que a veces puedes recorrer sus calles sin encontrarte a nadie. Otras veces, sin embargo, paseo y descubro una casa nueva, que no estaba y que de pronto ha aparecido, o en la que apenas me había fijado. Sólo entonces empiezo a imaginarme quién vive en ella, e incluso en quién colocó esa piedra o la otra, y también las conversaciones que tuvieron los que la situaron precisamente allí y no en otro lugar, porque si de algo estoy seguro es que fueron como mínimo dos personas, o quizás más. Así que cambio de opinión y pienso que mi pueblo es infinito, que no se acaba, y que no puede acabarse, porque entre otras cosas, cada piedra, cada poyo, cada granero, está preñado no sólo de una, sino de varias historias. Algunas las he visto, otras las he escuchado y otras las he imaginado, aunque después sé que serán exactamente como las he visto en sueños.
Mi pueblo tiene lugares que sólo yo he visitado, o al menos, eso creo. Como el punto exacto desde la cuesta de los pinos donde se juntan en el horizonte el pararrayos de la iglesia y la torre más alta del castillo. Porque, aunque no lo creáis, mi pueblo tiene un castillo, de esos misterios y soberbios, nada menos que del siglo XIII, testigo de dominios de señores y luchas despiadadas por controlar ésta, una de las fronteras más poderosas del Norte y bastión de las guerras contra Castilla; testigo del de los que lo admiran, desde bajo, pegados a la tierra que pisamos.
Os contaré un secreto. Cuando cumplí ocho años, mi abuelo, un hombre sobrio, delgado y sereno, con la cara angulosa y los rasgos marcados por el viento del Moncayo, me regaló un reloj y se dirigió a mí para contarme algo importante. No solía hablar mucho, por lo que me quedé paralizado, escuchando lo que sin duda sería algo grande. Me cogió del hombro, me sentó a su lado, y me dijo que si alguna vez subía al castillo, además de quedarme contemplando la belleza recia de su estructura y la dureza casi sobrenatural de sus piedras, escribiera tres deseos en un papel cualquiera y que lo escondiera entre algunas de las sus rocas. Después, me tapó los ojos con su mano y me dijo que, si prestaba mucha atención, podría escuchar el ruido del puente levadizo al caer y el resoplido de cientos de caballos entrando por su portón.
Lo siguiente que deberás hacer, dijo, no importa el tiempo que tardes en hacerlo, ni siquiera el que haya pasado, es, sin prisas, subir al castillo y buscar el papel para ver cuáles de tus deseos se han cumplido y cuáles no. Para los que se hayan cumplido tendrás que reservar una sonrisa y una felicidad profunda y contagiosa para todos los que conozcas, y también entre los que no. A ellos, precisamente, les ayudarás a ver que algo bueno les espera. Y para aquellos a los que el destino todavía no les haya llamado a tu lado, como le gustaba decir, deber buscar la fuerza necesaria, aun de donde jamás lo hubieras pensado, para volver a subir y esperar que, al menos uno de ellos, te depare una nueva sorpresa.
Durante años seguí con el ritual de subir hasta la parte más alta del castillo, siempre solo, con la piel de gallina asomando entre las mangas, esperando que alguno de los deseos se hubiese cumplido. Confieso que no siempre fue así, pero cuando se cumplía alguno sentía un tintineo tan especial que se convertía en la alegría del año.
La última vez que lo hice fue hace unos siete años y, por las desventuras y trajines desconcertantes y ondulantes de la vida, hasta este verano no había vuelto a subir. Siempre he recordado aquella conversación, así que hace tan solo unos días subí, busqué mi trocito de papel arrugado y lo abrí. Tenía dudas, porque en un primer momento pensé que ninguno de los deseos se había cumplido. Pero al bajar, todavía con el terciopelo frío acariciando mi cuello y los pies señalados por las rocas, recordé la última frase de la conversación. Fue justo cuando me encontraba con los míos y me encontré con una mirada, y pegada a ella, una sonrisa inesperada. Sólo entonces, después de tantos años, la pude comprender y me di cuenta de que había alguien más que conocía mi secreto. Tus deseos pueden no cumplirse siempre, o puede que tarden mucho más de lo que pienses, pero quédate tranquilo, si alguna vez, el castillo, por la razón que sea, aparece teñido de blanco, sin duda se cumplirán. Entonces me giré y lo vi, soberbio y mágico, imponente, como siempre…


Mi pueblo es Tornos y está en Teruel

2 comentarios:

Ponlo, dilo, grítalo, apunta, señala

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